Las palabras de la Profesora llegaban a Henry, pero la sequedad de su boca le impidió contestarla. Según ella les miraban como si fueran insignificantes pero lo que veía en aquellas pupilas negras el joven estudiante era un calculado y frio odio. Era como si aquellas aves supieran que tenían a uno de ellos diseccionado en alguna parte. Como si fueran conscientes de que habían descubierto su secreto, aunque fuera el de su mera existencia y este arrojara más preguntas que respuestas, y fueran a hacerles pagar por ello. 

Henry tragó saliva e intentó mantener la compostura delante de su profesora. Había ganado muchos puntos con ella en apenas veinticuatro horas, o eso creía, y no quería perderlos. La actitud de aquellas aves era inquietante, desde luego, pero si la doctora Harper decía que no había nada que temer... Henry se secó las manos en el pantalón, de pronto sudorosas, y asintió intentando hacer caso a la doctora pero lo único que quería era irse de alli, llegar a algún lugar a resguardo de aquellas miradas negras y carentes de alma que parecían a punto de absorver la suya propia.